Robert Johnson

La figura de Robert Johnson es una oscura amalgama en la que se confunden tenebrosamente el hombre, el músico, sus tumbos vitales, su genio y sus demonios. Su obra, tenida por cumbre del blues, es una época, un lugar y una raza en la voz y las manos de alguien atormentado, violento y extraño según se dice que se dijo. Porque saber, no se sabe.

Entró en este mundo como hijo ilegítimo en el profundo sur estadounidense, aun calientes los látigos de los negreros. Vivió la infancia en una plantación y pronto quiso imitar a los bluesmen que conocía; a Charley Patton, a Son House. Luego, como es bien sabido, viene la leyenda fáustica del Delta del Mississippi: RJ vagó los campos hasta que, una medianoche que queda fuera del tiempo, se citó con el diablo en un cruce de caminos; el maligno le afinó el instrumento y tocó un poco, como en el sueño de Tartini; luego se lo tendió y el joven Robert recibió el don con el que dejaría a todos boquiabiertos.

Pero no sería solo su guitarra insólita, sino su garganta y la fuerza poética de las palabras que aullaba. Eso nos ha llegado intacto: la impresión sonora de lo genuino; lo crudo de la voz y los versos de un nieto de esclavos prendido a sus cuerdas, doliéndose, escupiendo rabia, narrando historias de tugurios, alcohol, mujeres, trenes, espíritus y vagabundos.

De las grabaciones de Robert Johnson no se ha escapado nadie en el blues ni en el rock del siglo siguiente. Por lo que hace a lo guitarrístico, su percusiva, sincopada y difícil manera de tocar puso la piedra maestra de un edificio que jamás pudo intuir. Entonces no pretendía otra cosa que arropar su canto de hombre negro, y esas veneradas veintinueve canciones resultarían ser más que los años de su vida, finiquitada con whisky envenenado por una amante celosa o un marido cornúpeta, que en eso, como en tanto, no hay acuerdo.

A su obra se puede acercar uno al azar porque no hay más posibilidad que el acierto: Kind hearted woman, Terraplane blues o When you got a good friend. Lo mismo da. Reconocer el arte poderoso no es tan difícil como definirlo, y al oír a RJ desde ochenta años más arriba se vive esa evidencia igual que se pasa la mano por un menhir: percibiendo una vertiginosa carga de eternidad.

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